juegos de color

La nuestra era una familia centrada en sus niños, como eran las nuevas familias que habían estrenado las entonces modernas viviendas en la periferia edificada, abierta de aceras y asomando sus pisos a las difusas lindes de los campos en retirada. La ciudad apretaba los mapas y colonizaba praderías, huertas, caserías y caminos, donde los chavales éramos los batallones urbanitas que imponían al paisaje su cultura nueva de calle, juegos y pandillas.

        A los niños nuestros padres nos querían ciudadanos y era en la ciudad donde se proyectaban sus sueños con nosotros. Las calles y los campos cercanos eran el patio de recreo de los bulliciosos grupos infantiles, vigilados muy de lejos por la rutina adulta cotidiana. Lo que en el centro urbano se ofrecía era todo tomado, en un desfilar continuo de críos con la madre o con ambos padres que nos forjaba a todos ovetenses, en el cine, los parques, los comercios, los cafés y el médico, en las librerías, el hípico, el tráfico con guardias, las plazas y las fiestas; llegando a conocerse las familias que repetían los lugares compartidos, tejiéndose la ciudad en sus vecinos y sus mentes y fijando en nosotros para siempre sus lugares.

        Mi hermana y yo,  atenta guía nuestra madre, viajábamos los días descubriendo nuestro Oviedo, que no era pueblo como el que nos contaban los vecinos nuevos que tenían pueblo. Subiendo y bajando aquellos espacios habitados y sus tiempos, los fuimos nombrando solos y a ratos en pandilla, para descubrir entre los juegos y los ritos lo que sienten los hermanos, lo que quieren los amigos, lo que cuidan los padres y saben las madres, dejando lentamente nuestra infancia para volvernos jóvenes urbanos.

Juegos de color

            

            Los pavos reales paseaban azules el centro de mi ciudad, donde los niños jugábamos la jornada en el campo educado de jardines. Cuando la tarde arreciaba, volvían a los árboles pardos y cerraban el parque con sus voces terribles, saludando nuestro regreso a casa. En el estanque circular de las palomas una regata emplumada de hojas de magnolia llegaba al borde solitario de su meta. 

    

            Aquellas familias celebraban su modernidad de pocos hijos dejando una pieza singular de la casa para los íntimos juegos infantiles. Indios y vaqueros, trenes y mecanos, caballitos y motos, bicis y soldados crecían con el niño de su lado. Muñecas y casitas, disfraces y cocinas, combas y patines, mariquitas y cuentos daban aire a la niña en su momento. En la querida habitación de los juguetes los mejores amigos compartíamos el blanco egoísmo de los tiempos atentos.


            Las tardes sin escuela llenaban los prados verdes de la nueva iglesia. Sobre la hierba libertaria una portería de lanas y algodones colaba mil y uno pelotazos, despedidos de la maraña de piernas y playeros que trazaba el balón de reglamento enloquecido. Los calveros habituales se abrían de guas pulidos y perfectos; allí los últimos banzones reventaban contra las canicas aceradas y el ganador quería su botín de cristalinos y duros mejicanos. En la rampa de la plaza no nacida crecían dorados de la arcilla caminos imposibles, para que los ciclistas, los camiones y las chapas llegaran de su viaje serio y niño.


            La acera nueva era el imperio de las niñas. Sus corros estaban llenos de palabras que sabían quién hallaría las llaves en el fondo de la mar, cómo sería el rostro del amigo y cuál tendría el pañuelo rojo dos portales más lejos. A su paso saltamos los nueve mundos dibujados con tiza para llegar al cielo. Con ellas descubrimos que había padres que no estaban, cromos sin esquinas, males con secreto. Y entonces nosotros aprendimos que una tarde vendría a cerrar para siempre la habitación de nuestros juegos.

     

Juegos de color, relato del libro Carbayón en rojo. © Luis E. García-Riestra

© Fotografía de Arturo Joaquín


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