Natividades

 

Llegaban las fechas y la ola yeyé sesentera dejaba seguido en nuestras casas poner el nacimiento. Antes, los niños y las madres habíamos hecho acopio de musgo verde en una tapia y escoria grande en la caldera de carbón, y recogido todo el papel plata de las tabletas de chocolate guardadas en la despensa; materiales preciosos que serán prados, montañas y ríos del paisaje quieto y mudo celebrado. Recuperada la caja de las figuras navideñas y añadiendo una o dos nuevas de moda este año, el mayor problema es el portal refugio de la sagrada familia, que ahora queremos como el belén de aquel escaparate. Luego está a qué distancia hay que poner los camellos para que lleguen a tiempo el día de reyes. Y es que los reyes eran lo importante, lo que los niños hablábamos y a los que esperamos ver en carne y hueso; al príncipe Aliatar ya le habíamos contado mientras nos abrazaba en su trono que hemos sido buenos y los juguetes que pedimos en nuestra carta para ellos. Toda la ciudad al atardecer acude a recibir a los reyes magos,  que desfilan con galas, escoltas y pajes por las calles principales. Los mayores responden por qué podían estar en muchas cabalgatas a la vez y callan a los que dicen saber quién no sé qué. Los pequeños más felices aseguramos haber visto a Gaspar una noche asomándose a la puerta de nuestra habitación.

La mañana de reyes nuestra calle se llenaba de niños y niñas con juguetes. Eran las calles el foro de los éxitos y el sueño conseguido, con los padres orgullosos y con sus hijos contentos tanteando el manejo de los vistosos juegos. Ahora los amigos nos alegrábamos con los amigos; y aquí los iguales compartimos el deseo cumplido y los detalles de los flamantes instrumentos, organizando pronto el recreo nuevo. Hoy no hace sitio para los que no tienen, ni suenan palabras, ay, para los que no aparecen.


 Caminaba pegado, borroso, cuesta arriba; era una noche azulona y fría de otro diciembre. El montón animado dibujaba el dintel de la calle oscura, en aquella ciudad que había apagado su mayoría de farolas cursis para ser sostenible y triste. El grupo desarmaba su paso y lo ocultaba como una lona venteada. Solo alcanzando su lado deja en él su secreto. Empujando el carricoche una vieja en negro y medio palmo alza los brazos a la guía; a su costado una joven sostenida en dos muletas avanza lenta y saltarina, ora delante, ora detrás del cochecito erguido sobre las dos mujeres. En medio se adivina una capota con un niño.

La penumbra se rompe en el deshabitado paso de acera donde se ha instalado despacio la extraña comitiva. Un viajero que espera una luz verde asiste a la sonora escena. El niño es claro y rubio, enhiesto, de mofletes tersos; lloriquea cansado de llorar en su capazo. Su cara enrojecida de frío y callejeo alumbra una mirada azul temprana de soledades. La anciana murmura reproches repetidos al aire y a la joven con muletas. Llegará muy pronto le contestan, llegará muy pronto le contestan. Las mujerucas hablan y el niño fracasa solitario al bucle descreído de la charla. Sus exóticos ojos brillan bañados por el miedo. Entonces el viajero azota un impuro pensamiento.

Dónde quien cambiará su dolor por el miedo del niño. Dónde quien sostendrá las palabras de su vital abrigo. Dónde quien oirá su esperanza en el sueño del hijo. Dónde.


 Natividades es un relato del libro Carbayón en rojo  © Luis E. García-Riestra 

© Fotografía de Arturo Joaquín

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