Comentario de L. Borque

El autor ha requerido que un profano en poesía y mucho más en crítica literaria se atreva a leer este poemario en prosa. Y ya desde el principio el modesto lector lo ve como un ejercicio de nostalgia. Un caleidoscopio de imágenes y una nutrida hilera de metáforas que se atropellan aparentemente sin trabazón alguna. O, dicho de otra manera, pinceladas sueltas, a cuya trabazón nos reta el autor. Como un espejo roto en mil pedazos, como  un puzzle que se nos incita a ordenar. El autor juega con el lector. En ese sentido y de alguna manera es una invitación a la interactividad. En consecuencia, se puede abrir el libro por cualquier página, cerrarlo y reflexionar sobre el discurso leído, avizorar la imagen cuyos añicos sueltos se nos ofrecen. Un tropel de sugerencias hipotéticas y de metáforas que es necesario desentrañar.
        Por lo demás, desfilan aquí vivencias y personajes, pero sobre todo paisajes. Espacios urbanos y rurales cuya descripción es necesario escudriñar. El jardín urbano es un paisaje varias veces recreado. Jardines poblados de pavos, azules de día, pardos de noche. Jardines que significaban para el niño la libertad (“la hierba libertaria”) dice el autor. En otro caso son jardines inhóspitos, umbríos, hostiles, poblados de estatuas grises dedicadas a héroes y mitos, también frecuentados por los niños, por novios amantes y palomas. Un mundo de misterio que dejó una huella temblorosa en el alma infantil. Regresa también el autor en otro momento a la playa -abundante en dunas- de los días felices de la infancia. Al volver a contemplarla, se atropellan los recuerdos como se atropellan las olas al romper en la arena. Allí creció el autor verano tras verano y ahora, melancólico, se sumerge desde la orilla en la soledad.
       Juegos y sueños de la infancia que se hacen presentes en cada rincón urbano porque el niño ha jugado al escondite en el jardín de los reyes caudillos de la ciudad catedralicia y universitaria. Inmediatamente al lado, tenían lugar al mismo tiempo pomposas ceremonias e inacabables procesiones. Pero en cada edificio, las piedras todavía exhiben las cicatrices de los repetidos intentos revolucionarios. Así reposan juntos en aquellos sillares el pasado remoto de las míticas monarquías  y el más cercano de las llamas de los ardores sociales y el autor no puede menos que preguntarse por el sentido de tanta lucha, “si valió la pena la batalla,” como él mismo dice. Habitó también en los aledaños de la ciudad, en la  frontera con el campo, donde  había maizales y charcos para solaz infantil que permitían a los rapaces apresar pequeños animales a los que se daban suerte variada. Por aquel arrabal pasaban personajes singulares que atraían la atención de los habitantes de la calle: la lechera en su tartana, el mielero, el afilador o el paragüero.


       Entre el tropel de figuras se nos cuelan en el poemario no faltan las ilusiones del cine. Las imágenes que se confundían con los sueños. El niño o el adolescente que se ve soldado en cien batallas o vaquero en aventuras solitarias. En otras ocasiones, agarrado a la butaca por el terror de la escena que aterrorizaba al público infantil.  Salas donde se compartían risas y lloros y desde donde se viajaba al lejano Oeste americano para asaltar un tren o se retrocedía a lejanos tiempos para entrar a vociferar en el circo romano. Otro de los espacios urbanos que son objeto de evocación es el café. Lugar de encuentros diversos, tan entrañables para cada quien allí entra y se sienta. Lugar de discusiones y debates. Donde van los enamorados. Allí hubo también citas políticas y, con las derivas horarias, en el discurrir del día cambiaban clientes y conversaciones.
En otro momento y con un cierto aire de Kavafis, se presenta la figura de un “indiano arruinado”, devenido en “clochard” moribundo en una acera de la ciudad, lo que induce al autor a meditar en la decadencia del personaje a quien ha conocido joven, bello y rico. Todavía se advierten en los rasgos del mendigo restos de la belleza de su juventud y los recuerdos de las noches de juerga. En aquella misma calle en la que ahora agoniza, este hombre tuvo negocios y amigos. Nada de eso queda ya. Desfilan además por el poemario figuras como la del cura rural cuya estampa causa impresiones tan dispares entre los parroquianos o, en la aldea más ancestral, la del cacique sometedor y los colonos que laboran y cultivan hasta el último palmo de tierra. Pero es un mundo condenado a desaparecer porque según asegura el autor, vendrán “dineros que acaban los diezmos, motores que desatan las eras”. El fin de aquel mundo feudal está cerca. Contrapone en definitiva el idilio de la aldea a la artificiosidad de la ciudad con sus calles nombradas, sus distritos numerados y las repartidas conducciones de fluidos para los servicios del  vivir cotidiano. Todo esta ordenado en la urbe, pero todo se antoja extraño.
         El niño se hizo mayor y le cupo la suerte de su generación en la lucha estudiantil antifranquista. El bautismo de fuego del militante revolucionario consistió en el reparto de panfletos en un barrio, probablemente de la misma ciudad en la que de niño disfrutó del sol y la playa. Pero ahora se trataba de la militancia y de la iniciación en la revolución con el reparto de prensa obrera. En otros momentos confeccionó reclamos de libertad escritos en cinta de embalar que luego exaltaban paredes y escaparates. Y a continuación, como sucedió tantas veces, el propagandista sufría la temida sensación del manotazo del sabueso franquista en el hombro que conducía inevitablemente a la comisaría donde nada se respetaba y los esfínteres se aflojaban. Y de la mano de aquellos recuerdos le vienen los de las asambleas universitarias. La convocatoria temblorosa, el precipitado rito asambleario, las atropelladas arengas y apresuradas votaciones a mano alzada. Mientras afuera, impertérrita y firme, velaba la policía del régimen. Pero no importaba, había que arriesgar. Saltaba, por fin, la desafiante manifestación. Y, como no podía ser menos dentro de aquellos avatares peregrinó al Portugal revolucionario de los años setenta y de los capitanes de abril. Vio allí lo que deseaba ver en su país. Gritó lo que no se permitía en su tierra. Pero le sirvió para comprobar que todo era posible y que nada es tan fuerte como parece.
       Finalmente, uno de los lugares más recurridos es la escuela cuya huella abre y cierra el poemario. La escuela como lugar donde confluyen el mundo adulto y el infantil. Se evoca la escuela de una aldea remota, tan remota y vieja como las piedras de las murias que nos ofrece Arturo García. Podría ser una aldea de Los Oscos, de los Ancares, de la Cabrera leonesa o cualquiera en las montañas de Asturias. Aldeas cuyo tiempo cabalga sobre lo que desaparece y lo que todavía no ha llegado: lo que enfáticamente se denomina el progreso. Un tractor, el asfaltado de la pista y el confort doméstico: “las casas tendrán grifos y bañera” y “las paredes tendrán calentadores” nos vaticina el autor. Allí,  en aquella escuela, la labor del maestro, más que voces parece que administraba ejemplares silencios y esos silencios se nos advierte muy acertadamente que “perfumaban” la escuela. El maestro tutelaba las lecturas infantiles sobre personajes heroicos y países extraños que suscitaban aventuras extraordinarias imaginadas por los escolares. Así fue como vibraron con los retos de Los Tres Mosqueteros, las cabalgadas de Miguel Strogoff, el Último mohicano, el Corsario Negro, Moby Dick y la isla de Robinson Crusoe. El asunto viene al caso porque el maestro ha promovido a los niños a fundar una biblioteca gobernada por ellos mismos. Así fue cómo, más que la luz eléctrica, la biblioteca iluminó la aldea. Aunque también la escuela podía ser lugar de burla y tortura porque, en recuerdo amargo nos enteramos de que “a Joaquinito le habían puesto orejas de burro y yo llegué a casa meado”. La escuela había asustado al escolar. Era una escuela de posguerra. Con tinteros que se rellenaban y donde se manejaba pluma asida por el palillero.
        Y para acabar, advertir la desazón provocada por la pregunta insistente e inquietante que sufría el hijo del maestro desterrado, asaltado cada día por un campesino que llindiaba sus vacas a la orilla de la caleya, el cual le gritaba una y otra vez: “¿ú vas, ho?”. El hijo del maestro desterrado tenía también otros encuentros en aquel camino, pero todavía le persigue aquel grito inquisitivo y todavía sin respuesta: “¿ú vas, ho?”

            © Leonardo Borque. Gijón, Septiembre de 2012
            © Fotografía de Arturo Joaquín

* Renglón de futuros es el antecesor poemario en prosa integrado en Carbayón en rojo

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