jardín de reyes

Lo habitual entonces era que acogieras y acompañaras amablemente al funcionario o técnico visitante de aquella comunidad con la que mantenías contacto profesional en nombre de la que tú representabas; al fin, no hacías sino corresponder al trato recibido antes, cuando a ti te había tocado ser el viajero atendido. Así, una vez acabada la jornada de trabajo, lo invitarías a cenar, llevarías al colega a conocer en la ciudad los lugares de interés para un forastero amigo, y finalmente habrías de acompañarlo al hotel de su pernocta.

Jordi era el responsable de un importante programa de innovación tecnológica y educativa en aquella por entonces prestigiosa Cataluña y al que me correspondió recibir en Oviedo a principios de siglo. Con su apoyo desarrollamos durante un par de días en nuestro servicio un seminario sobre estrategias para su implantación a escala regional. Terminada la última jornada, él tenía vuelo al mediodía siguiente; quedamos pues al anochecer y fuimos a cenar juntos, él y yo, a un conocido restaurante con sabor local.

La sobremesa fue corta. Jordi manifestó su interés por el casco antiguo de nuestra ciudad, por lo que nos encaminamos hacia la pequeña plaza mayor. Cerca de la antigua entrada a la ciudad amurallada, mi colega advirtió sorprendido el mural que enumera los líderes locales que tras aquel 9 de mayo de 1808 encabezaron la revuelta popular contra la invasión francesa, que derivará en una Junta Suprema de Asturias proclamándose soberana el 25 de mayo y declarando la guerra con una milicia de veinte mil tropas frente al extranjero agresor. No sabía que hubierais tenido autonomía hace dos siglos, me dijo; ya ves, le contesté sin entusiasmo, nuestra actual bandera regional se izó en esas fechas.

Nuestro paseo nos ha llevado a la plaza catedralicia; entonces, a mi catalán amigo le señalo un gran patio articulado en piedra, abierto al costado de la gótica iglesia, tras un frente negro de rejas que apenas deja ver ahora los murales y estatuas que lo ordenan. Y le cuento que hubo un tiempo de reyes en mi tierra. ¿Reyes?, me interroga atraído; sí, todos se reúnen en las figuras que aquí vemos, un tiempo de dos siglos con doce reyes asturianos.

Reparo con mi amigo de esta noche en dos monarcas nacidos en Oviedo: El segundo rey Alfonso abrió en el siglo IX el camino primigenio al Santiago del campo de estrellas, en pos peregrino de la tumba del apóstol; venció a los musulmanes varias veces y su reino se extendió por tierras de Galicia, León y Castilla. El tercer Alfonso fue llamado el magno, llevó la frontera del reino de Asturias a las orillas del Duero y repobló las tierras desoladas gracias a sus guerras ganadas al emirato cordobés; la cruz de la victoria que donó a principios del décimo siglo a esta catedral es la que adorna hoy la bandera asturiana.

Mi épico relato no obtiene comentarios. Jordi no conocía esta historia celebrada; quizás no la necesita, como el buen payés enraizado en su mentalidad ensimismada. El paseo termina, ¿y qué soñaban los reyes?, yo me preguntaba. 



    Era frío y oscuro a pleno día, siempre desierto. Solo cuando no íbamos al campo de los frailes la tarde se hacía en el jardín emparedado, que entonces protestaba en sus rincones nuestras pisadas incompletas. Éramos pocos para jugar difícil, así que los niños hacíamos escondite entre sus regladas parcelas sin ver las regias miradas que nos cuidaban. Hasta que el solsticio nos echaba del desnudo sitio y las madres nos llevaban a los merenderos guarecidos en el fin de la ciudad. 
    A su vera sucedían procesiones y desfiles que ignoraban su silencio. Callando la metralla que arañó de miedos a las pacientes piedras. Perfumando la catedral plaza, recrecida de palmas apretadas por manos tiernas. Dándose la vez las peanas sujetas de pecadores. Marchando los novios para que las palomas apurasen de blanco su primavera. Volviendo las fogueras a consumir los calendarios desusados. Sentando las terrazas a los viajeros miradores del recuerdo. Y cada cual poniendo su nombre a las grises figuras indefensas.
    Huerto de reyes que hablas a los muertos y callas a los vivos. Cuéntanos la vida de tus héroes. Miente que todas las estatuas se levantaron por nosotros. Grítanos que ellos lo intentaron. Dinos que sí se lo creyeron. Que el tiempo ordena los deseos de los hombres y les pone su rasero. Si valió la pena la batalla. Que las libertades del ahora se forjaron en todas las vidas derrotadas.
    La noche se abrió de un tajo para que el jardín jadee su eco. Nosotros, nosotros...abrazan los amantes. Nosotros, nosotros... sueñan los reyes. Nosotros, nosotros...desean las sombras que no vemos.

Jardín de reyes (Relato del libro Carbayón en rojo) 
© Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo Joaquín


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