el salto
Éramos apenas
dos centenares los activistas que en nuestra universidad entrados los setenta movíamos
la lucha, y nos conocíamos casi todos. Corrían ya los tiempos de la revuelta
abierta con la dictadura de una parte de la España emergente, pareja al
silencio de la mayoría social que integraba el sistema; la oposición ilegal de
las izquierdas sumaba suficientes seguidores para hacerse oír a campo abierto
por momentos. Hoy, tampoco entonces, yo no sabría describir las diferencias
entre la decena de pequeños grupos políticos que convergíamos en aquella
contienda, salvo que muchos eran disidencias antiguas o recientes del partido,
que así se nombraba al partido comunista, el que más gente tenía. La razón de
mi entrada activa en uno de ellos que se decía maoísta fue la íntima amistad
con uno de sus militantes, si bien a mí me gustaban más los de la liga, tan
bien hablaban sus líderes en las asambleas y tan guapas también eran las trotskistas. Aquella
media docena de estudiantes de la facultad integrábamos la flamante célula y
pasábamos el tiempo común conspirando, ideando propagandas y preparando
asambleas. De vez en cuando alguien se encontraba con otros y los dos
centenares sumábamos esfuerzos contra el régimen.
En aquellas
jornadas las acciones de protesta se preparaban clandestinas en encuentros
furtivos en cafés y pisos de estudiantes, donde un pequeño comité de varios colectivos
organizaba lugares, rutas, tiempos y pancartas para la manifa. Una semana antes, nos llega la propuesta a la
célula. Buscaremos compañeros de confianza que se sumen a esta acción, cada
grupo llevará tres banderas enrolladas en asta corta, una del emecé hará las
señales con silbato para el salto, los ácratas desplegarán dos cadenas cerrando
el trecho de la calle en ambos lados. La consigna dice que a y media estemos
paseando por las dos aceras de la zona señalada, confundidos entre los peatones
habituales de la concurrida vía; cuando la torre de la plaza aledaña toque el
final de los tres cuartos, al primer golpe de silbato todos ocuparemos la
calzada en formación cerrada, agitaremos las banderas dejándolas clavadas en
las jardineras laterales, gritaremos las voces acordadas, y saldremos rápido
por las rutas de huida al triple toque del silbato que acabará el salto. Así se
hizo, en exótica y cartesiana coreografía para seca sorpresa de los tranquilos
paseantes. Un par de horas más tarde, algunos estaremos libando unas cervezas en
nuestro bar nocturno relajando los miedos.
Crecieron los hombres; gastaron su palabra y sus banderas en los jóvenes que fuimos. Y los sueños tropiezan hoy su rastro en las calles y plazas de mayo recrecidas.
El salto |
Aquella tarde fría cerraba joven en las aceras que musitaban sueños compañeros. La ciudad gris se habitaba en el centro extraña de grupos que rotaban silenciosos. Todos se veían sin mirarse; trencas azules, cazadoras oliva y faldas cortas pregonan el oficio paseante; los apaches blandos y los botines de piel vuelta anuncian el cambio de la marcha. Los iniciados saben la hora clandestina. En la torre cercana, el reloj luminoso marca los futuros impaciente.
Suena un silbido. Solo y metálico, el aviso mueve del silencio. Los jóvenes andantes se echan a la calle oscura en avalancha. Forman en la calzada un erizo de cuerpos y deseos. Adornando el tumulto de banderas rojas, voces acompasadas y crecientes nombran claro las palabras proscritas. Gritan a la vida, no a la dictadura; quieren en ellos libertades y en otros amnistía. Los trescientos pasos se cerraron en cadenas y candados, que hacen isla de aceros libertarios por un día. Tres silbidos secos, y el comando escapa de su rito. La ciudad mira aturdida y excitada el eco de los nuevos progresistas. Al fondo de la calle estremecida, los destellos azules y el ruido de sirenas ya no alcanzan a los miedos de esa noche que agoniza.
El salto Relato del libro Carbayón en rojo
© Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo García Fernández
Comentarios
Publicar un comentario
Gracias por tu comentario, lo tendré en cuenta.