¿Ú vas, ho?

Era un pueblo escondido en los valles de Asturias donde no había llegado el desarrollismo de los sesenta, que ya asomaba en las ciudades, a la vuelta del eco perdido al dejar nuestra casa de Oviedo. En un día, nuestros padres, mi hermana y yo habíamos viajado a un mundo rural sin calles y comercios, sin aceras y farolas; donde no tenían agua las casas, ni baños, ni inodoros; en el que las luces eran bombillas mortecinas cuando no eran candiles, y de barro los caminos habituales del valle siempre verde. Para vivir en una casa-escuela sin vecinos, fría y descuidada sobre el aula primaria, enorme y silenciosa donde mi padre había sido desterrado por un año de maestro. El régimen readmitía así al funcionario republicano tras veintiséis años destituido; la grave enfermedad padecida sin ingresos había abocado al hombre a pedir el retorno por un salario diezmado, renunciando a la academia privada que atendía y que hasta entonces había permitido vivir mejor a su familia ciudadana.
    Aquel año eterno construyó en la carne viva y laboriosa de la infancia su cuota de mi patria. Los pasos libertarios de aquel niño conocieron entonces los campos de escanda cultivados para el pan horneado en cada casa; aprendieron que el agua corriente del arroyo se bebía y que las truchas se pescaban a mano en los pedreros; también supieron del árbol con cerezas que te castiga si las coges, cuando caes al ortigal desde sus ramas. Las tardes sin escuela agotaban todos los rincones de la aldea, y los domingos me llevaban a la iglesia. 
    Mi madre nos vestía diferente, al estilo de los niños ovetenses, y en la misa concurrida de paisanos éramos diana de miradas que luego resumían los rumores. La boina en lana esmeralda de mi hermana compite con la trenca azul de botones de madera y alamares que yo llevo; en su manga izquierda, la trenca tiene una insignia bordada de dorados, que se había roto y luce ahora el fondo todo rojo de franela. Y en aquel pueblo dividido de quintanas, con silencios rezumados de posguerra, donde unos nos hablaban más que otros, el mayor de los guajes de un vecino  me pregunta con descaro mirando al emblema de la trenca: ¿es la marca de la casa?

    El muro de piedra gris, habitado de verdes humedades, enterrado contra el prado de Ca Vilorio, encerraba la mirada de mis pasos cada vez que desandaba el camino del pueblo a la alejada escuela. Solo al llegar al barrio de la tienda de Nati el camino ganaba y el muro perdía. Entonces, yo hacía el recado de mi madre y regresaba a mi casa, la escuela de mi padre, el maestro desterrado.
    Atalayado en la rala pomarada, anclado de mahón amortizado, cuidando de vacas que no tenían cuidado. La callada boina asomaba al mismo muro al paisano corto de la misma frase: ¿ú vas, ho?; sonaba cada vez que me echaba al camino, ¿ú vas, ho? La sirena de pocas luces saludaba mis primeros pasos: ¿úuu vas, hooo?
    El camino se hizo añojo y a su recodo de verdades atardecían aquellos campos de escanda, los rompientes de truchas, aquellas cerezas de color. La hierba cortada de infancia olía a adolescencia en el pajar de Maribel. Entre las piedras del muro de piedra encontrábamos nidos de vida y luces de noche.
    El paisano tuvo un nombre para su repetida mirada: ¿ú vas, ho? El niño tuvo una pregunta para las casas sin grifos y para los techos vanos: ¿ú vas, ho? El hijo del maestro cambió su infancia y el maestro cambió su destierro. Y muchos días después hicieron su sonido desde el camino empedrado de aquel murmullo vernáculo, ¿ú vas, ho?

¿Ú vas ho? (Relato del libro Carbayón en rojo) © Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo Joaquín

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