miradas

Nunca podrás repetir las primeras miradas, difícil olvidarlas. Aquella mañana, en el cuartucho de banquetas de la señorita Chelo, donde ella nos daba mi primera clase particular, olía a olla recocida y pronto a miedo, cuando la doméstica profesora riñó a voces a mi amigo Joaquinito por no hacer bien la muestra de palotes. El miedo se hizo terror mudo cuando, al final de la clase mañanera, la vi poner en la cabeza de aquel niño unas orejas largas de cartón negro, obligando a sus pupilos a gritar ¡burro, más que burro! Los siguientes días en la clase se hicieron de silencio, solo interrumpido por las correcciones secas de la amateur maestra; acometía sin palabras los renglones de mi libreta de pauta ancha y llegué a trazar las vocales, perdidas renglón arriba agarrado yo al lapicero en el recelo. Al final de otra jornada escribiendo torcido en mi libreta azul cielo, volví a casa mojado y tuve que contar el orejudo evento. Esa soez imagen de los párvulos desfilando a la salida con Joaquinito y sus postizas orejas humillantes me acompañará todos los años, en el recuerdo de mi primera y, gracias mamá, única semana de clase particular.

    Era como una tienda, sin los ultramarinos, pero había más hombres. En frente de la entrada, tras un largo mostrador de madera encerada, los estantes alineados forman cuatro cuerpos que alcanzan sus altísimos techos de luces mortecinas, y hacen un muro solo de libros con tres calles y escalera de mano, tan extenso que al mirar giro el cuello y no lo acabo. Los serios dependientes dicen buenos días qué desea y se suceden ensartados por aquel mostrador que ordena la hilera de clientes, escuchando atentos los términos para mí muchos extraños. Se sumergen en los sombríos pasillos para aparecer más tarde con algo entre sus manos y atienden al montón de personas que compran libros, libretas, recortables, mapas, holandesas, tinta china, cuadernos, plumas, lapiceros, estuches de pinturas.  Nos entregan el pedido envuelto en papel impreso; entonces acompaño a mi padre hasta la mesa que hay al fondo acristalada, donde la cajera recoge la nota que nos dio el librero y cobrará en metálico la cantidad de pesetas y céntimos anunciada con una campanilla y que yo leo en su caja mecánica de teclas y letreros. Será la primera vez que vi una librería.

   Cuánto vemos en los ojos redondos del niño que abrió la habitación de los regalos regios y rebota la vista en el tren eléctrico pedido, que se esconde en el túnel de hojalata decorada para aparecer iluminado treinta y cinco centímetros más lejos de la estación de magia abotonada; donde sus manos ordenarán, una y otra vez esa mañana, la salida publicada por las misteriosas consignas de los diminutos nasales altavoces.

    Cuánto vemos en los ojos níveos del hormonado y joven cruzado de la vida. Sostener las miradas que adivina su estrenado orgullo inquebrantable; conociendo sólo a sus iguales. Responder rápido a las preguntas nuevas; indagando sólo a los amigos. Pasear firme las sendas ignoradas; caminando corto por los ritos.

    Cuánto vemos en los ojos femeninos y arrasados de dolor, macerado en la sordina del matrimonio sagrado y confortable. Consumido el paso florecido del galán que supo enamorarla, se habitaron los tiempos de crueldades, que entumecen las palabras y arruinan los días en el cielo golpeado del hombre invertido de cobarde. 

    Cuánto vemos en los ojos de marfil de un viejo; vidriosos y alegres con la ausencia de mal de una quincena, mirando las torpes travesuras de sus nietos y nombrando cada abrazo recobrado. Sabiendo el hombre del otoño limpio que somos, al sonar, lo que miramos.

 Miradas (Capítulo del libro Carbayón en rojo) © Luis E. García-Riestra

© Fotografía de Arturo Joaquín


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