viejos
El Paseo de los Álamos se
llenaba de chicos del preu aquellas tardes de septiembre. Faltaban unos días para empezar el
curso y la muchachada paseaba una y otra vez, hacia el este, hacia el oeste, entre las dos hileras
de sillas de metal encadenadas que los chicos y chicas no ocupábamos; nosotros éramos quienes
los otros miraban.
El
juego era verse en el paseo y gustarse o no gustarse, hasta que al cabo de los
días hablabas con tus
amigos a las chicas que querías. En ese encuentro por momentos bullicioso
los jóvenes solo veíamos y
hablábamos con los jóvenes; lo demás, árboles, sillas ocupadas o vacías y adultos del paseo, era
paisaje. Íbamos y veníamos los amigos un par de horas cada tarde, saludabas alto a los que
conocías, prolongando si acaso la andarina charla, y saludabas mejor a quien buscabas. Luego nos
acercábamos a tomar nuestros primeros vinos a la Gran Vía o al Montoto, para encontrarnos allí
con esas chicas y con suerte estar juntos una tarde. Al cabo de las semanas ya sabíamos
quiénes y cuáles se gustaban. La ciudad protectora prestaría a los vecinos juveniles sus lugares
para poder hacer y deshacer nuestros encuentros, mientras los viejos del paseo criticaban entre
ellos los modales de estos jóvenes de ahora.
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Viejos |
Iniciaba
otra partida cuando el curso era nuevo. El decano profesor ordenaba las voces,
reponía silencios, prometía
sencillo, esperaba lo puesto. A fuer de ensoñarlas, sabía que eran pocas las verdades proclamadas. Al
fin universales, los hombres aprendían con igual engaño. Y era siempre niño quien desbordaba
todas las llegadas.
Es
vieja su nación habitada de viejos. La que, a veces, rompe la memoria y
confunde los tiempos.
Lleva tres siglos discutiendo. Y supo sostener cuarenta años libertad de
costumbres y democracia
en parlamento. Con un rey reprochado de rey, monarca retirado sin un Yuste que
persigue las edades sin retorno
cada vez de más lejos; y abriéndose al mundo, el rey tornó igual viejo.
Nació ese día entonces. Cuando camina, sorprende lo dejado. Cuando
habla, atiende lo
acabado. Encuentra ahora su mirada y juntas, la suya y la del viejo, pesan
los silencios y
escuchan las pausas. Las jornadas se suman sin noticias en las horas
siempre inacabadas. Pasea la mañana por una ciudad llena de ancianos, donde los jóvenes viven el
día tras los muros y habitan
en sus casas menos niños que perros. Los unos no esperan su palabra, los otros
aprenden a ser viejos.
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