aldea de cumbres

Mi nuevo destino era una escuela rural enclavada en el macizo oriental de los Picos de Europa, en una aldea de pastores a la que se llegaba por una larga y empinada pista que era más cauce que camino. Reunía la impar clase a un solo maestro con sus niños y niñas de la EGB ochentera, más los párvulos sueltos sin pupitre. La escuela unitaria daba a aquella veintena escasa de niños toda la educación básica y formal que les vería en el oficio milenario de sus padres; y el maestro recibía atónito de ellos los saberes ancestrales que habían construido aquel paisaje.

    El pueblo diminuto, donde algunas casas nuevas habían ya reemplazado a las viviendas primigenias, quiere sedentarios a estos vecinos empeñados en vivir en su terruño; sostenidos en el ganado autóctono de vacas, ovejas y cabras que pasta en las majadas, en pequeños rebaños que se dispersan por el día entre los montes y que cada pastor sitúa y reconoce por el sonido de sus cencerros, único a los oídos de su dueño. La rutina llevaba cada día a los paisanos a ordeñar los rebaños retornados en punto a la braña conocida, para que sus amos ordeñen las tres leches que luego portearán hasta la aldea; donde las mujeres de la casa harán fresco cada día el queso que comerciarán luego, sumado con sus hombres el tiempo de cura en cada cueva que su cultura sabia convierte en su sustento.

    En esta comunidad de artesanos emergían nuevas ambiciones, traídas en la mirada de aquellos que habían retornado de sus trabajos emigrantes, que cuanto más lejanos más cerca los fijaban a su patria montañosa. Los más emprendedores y seguros empujaban entonces la actualización de la industria extendida desde el collado de sus casas hasta los arriscados picos; de su mano venían los tractores, el agua en la cocina y las pistas practicables; el acero en utensilios, las vacunas del ganado y las marcas protegidas. Y en esa ola imparable viajan al futuro las palabras y los pasos nuevos de sus hijos, mis alumnos de la escuela.



    Todo es silencio. La aldea escucha desde el cementerio enterrado a su lomo. Cuida la pradería a sus jardineros. Cuida la torrentera a sus hijos. El camino despanzurra sus pasos de cualquier manera, asomando las casucas que lo imaginan. En la última vuelta de la pista arruinada el buitre me había mirado frío desde su roca confiada. La escuela espera indudable al maestro y a sus niños, arriscada en la última pisada del collado. Los senderos susurraron hace rato a sus hombres de zurrón perfecto que fueron a destilar el cielo en la majada. El buitre leonado nos reunirá a todos a la hora del recreo desde la vertical del cementerio.
    Los niños enhebran su punta de ovejas al cuaderno, pastoras de pastores las peñas cantarinas. El maestro suma sus días recitados, aprendiendo nombres traídos de los nombres. Las madres amasan sus sueños en agua, leche y queso, madres de sus hombres, hombres de sus vidas. Los paisanos forman corra en la taberna de Luisa repasando los hechos en el gorjeo escolar. Mañana tengo el tractor, calla el pastor rebelde. Pespuntea ya de blanco la caleya el tesoro sudado de los picos, que cada día orea la quesera.
    Salió mudado subido al tractor nuevo que veló a su dueño en la escasa quintana. Marcha buena pista abajo, llega al bar tienda de la villa. Estrena el tractor carro en la parroquia. Con doce blancos el jondere vuelve solo sonando a mil rebaños y llenando de luces al emprendedor. Marcha mala pista arriba, la curva no da pie al paisano, que vuela en tractor hasta el pasto amigo que el río esta vez saluda y deja.
    Otro día de escuela se anuncia en las voces de los perros. Llegó el maestro. Los niños hablan hoy de los nuevos animales contando sus lugares; amasando uno a diez es su futuro, si no dejan que otros vendan sus sudores. La pista tendrá asfalto y su cuneta. Las casas tendrán grifos y bañera. Las paredes tendrán calentadores. Las bestias beberán en bebedero, luciendo sus pendientes saneados. La leche  de tres ubres será queso en la frontera, que el teléfono entrará hasta la taberna. En la quintana del tractor, el joven pastor escayolado mira de orgullo y en sus hijos ve el paso seguro. Saben que su origen tiene un nombre, los demás oyen Picos de Europa.


Aldea de cumbres (Relato del libro Carbayón en rojo)
© Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo Joaquín

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