Calle abajo
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Calle abajo |
Mi calle asomaba en verde a sus ventanas. La vieja ciudad rompía los muros matorrales y corría horizonte abajo. En su estela las nuevas familias ocupaban los campos de pisos en orden y ladrillo visto, donde los prados descubiertos se volvían solares de mortero. Haciendo cien pasos, la calle acerada trocaba en camino y llevaba nuestros juegos a oscuras casucas que morían de barro y hortalizas. De charco en charco, llegabas a la pequeña escuela varada en el suburbio, donde el maestro rural se había borrado contando historias ejemplares a los tiernos ciudadanos; empeñado su esfuerzo en letra inglesa y tinta china, para perder la clase cuando los niños blandíamos el bolígrafo bic que nunca hacía borrones y siempre iba donde su dueño quería el trazo que leía.
Los
días eran nuestro tiempo. Cruzando a los pares, dejábamos la ciudad intentada y
explorábamos el país troceado de maizales, escondite salvaje para la imbatible
pandilla, apisonadora cruel de la aldea perdida para siempre al aliento de las
nuevas vidas. Cuando la tarde creció de nuestros pasos, aprendimos a llegar al
montiquín extraño y entramos la mano en los arroyos; cangrejos, grillos y
tritones fueron prisioneros por un día para acabar aplastados en la acera,
camposanto dibujado del paisaje que escribía su fracaso en el cemento.
El
valle se roturaba de calles y registros que traían nuevas lejanías. En ellas
agostaban los restos de una vida que la ciudad enterraba cuando los chiquillos
hacíamos corro al caballo tordo de la lechera ambulante, seguíamos al mielero
flaco de quesos anudados y cerrábamos el portal al sucio afilador y paragüero.
Mercancías pobres que no serán en el alfabeto de estantes del supermercado,
hasta que el sueño muerto abra sitio en la memoria y sus delicadezas se vendan
en las cestas de colores del museo.
Calle abajo (fragmento de este relato del libro Carbayón en rojo) © Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo Joaquín
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