Veintitrés platos de sopa
Algunos compañeros quedábamos a tomar vinos a las tres de cada viernes en aquel bar de Pérez de la Sala, una vez terminada la semana de trabajo, de mañana y tarde los demás días. Éramos en el grupo gente llegada a la administración al calor de las nuevas competencias, la mayoría profesores ejerciendo nuestras habilidades profesionales para el nuevo servicio regional educativo en ámbitos nuevos; más unos pocos técnicos de la administración que simpatizaban con la ola modernizante que por esos tiempos insuflábamos a una administración autonómica que comenzaba el siglo ejerciendo las funciones que otras comunidades habían asumido dos décadas antes. Teníamos a nuestro favor que aplicábamos aquí los potentes programas europeos para la juventud y la educación, con líneas de refuerzo y cambio que traían financiación y avances; alcanzábamos el corazón de los centros a través de miles de profesores que suscribían generosamente su compromiso desarrollando los proyectos fomentados. Esa era nuestra fuerza, y aquel grupo formaba parte del núcleo que gestionaba el ciclo virtuoso abierto en la enseñanza asturiana de esos años.
Allí solo se bebía vino tinto por botellas y apenas se comía algún bocado suelto. Hubo días que llegábamos a acabar las existencias que el hostelero tenía de la bodega elegida, lo que servía para marcar el momento de marcharse. Los de siempre éramos ocho de tres servicios, a los que cada día se sumaban otros cuantos hasta reunir una tertulia vinculada por nuestras simpatías personales. Algunos llegamos a hacernos íntimos amigos.
La tertulia cogía fuerza al sumar viernes. Allí se hablaba
de nuestras aficiones, de deporte, de viajes y anécdotas vividas, de nuestra
experiencia de las aulas, manteniendo
una prudente distancia solidaria con los desencuentros del trabajo. Ello no
impedía largas cambiadas sobre las expectativas que se abrían para una
enseñanza que ahora en su gestión dependía en cierta medida de nosotros,
aprovechando lo que optimistas llamábamos el poder de posición técnico
docente. Algo habría cuando por aquel
lugar se dejaban caer de vez en cuando los jefazos de nuestra consejería,
buscando claves y corrientes en cuyo secreto estaría la tertulia.
Una tarde cargada ya de vinos nos entró la hora melancólica
y un colega tertuliano dejó caer que cuando todo esto pasara dejaríamos de
vernos. Así fue, tras acabar la segunda legislatura que aguantamos nunca
volvimos a estar juntos aquellos compañeros.
Entonces no veían el futuro porque todo era hoy. Las
clases sucedían iguales a los días, donde los profesores repetían
solitarios su lección impasible. Los alumnos buenos recitaban seguido los
textos escolares. Y en los recreos, Julián y Santi miraban en sus verdades y se
encontraban en sus dudas. Julián sabía todas las aves, Santi sabía todo el
fútbol. Eran compañeros de pupitre.
Aquellos tiempos fuertes agostaron su fuerza. Julián entró
en un banco, Santi se hizo marino. Las aves volaron de los apuntes contables;
el fútbol se oía en entrepuente. Los dos amigos recibían de cuando en cuando
mensajes del amigo; postales de puertos lejanos Julián, novedades de la villa
Santi.
Los días se llenaron de los años. A veces, se
armaban de valor y se contaban, el último noviazgo Santi, el primer divorcio
Julián. A tiempo, tuvieron dos encuentros memorables. A su hora, restando
vistas y recuerdos, dibujando caminos alejados, los amigos vivieron ese día que
los hizo antiguos para siempre. Nunca más se vieron.
Cuando salió del banco, Julián buscó el resto de su vida
donde había quedado meritorio. Volviesen los lugares, mirase los placeres,
hablase lo sentido, él quería ahora hacerlo más sencillo; sumar los días de uno
en uno. Había olido el color del dinero; había visto los hilos del teatrillo;
había perdido la presunción de inocencia. Y su mientras tanto se escribía
sirviendo veintitrés platos de sopa en el comedor de auxilio de la villa.
Aquella jornada Julián entregaba pronto la comanda y miraba
sin ver a nadie. En el lateral del pabellón una figura tranquila dejaba venir
al amigo lejano. El rostro moreno de greñas y mareas cerraba en barba
corta y cenicienta. Los hombros anchos indicaban una vida laboriosa. Las manos
reposaban sin miedo, esperando la comida caliente de ese día. El extraño sonrió
mientras llenaban su plato. No había prisa.
¡Julián!, ¿Santiago? Los dos amigos se abrazaron y sintieron
lo que se dicen siempre dos amigos. El viejo marino citó al solidario viejo en
la esquina de aquel parque de otro tiempo. Llega de su pensión junto al que
espera y trae aquella libreta dura, desgastada, punteada de notas advertidas de
aves que aprendió a ver nombradas por su amigo. Y ahora ambos a dos escribiremos las aves
de otros mundos avistadas, hasta agotar las páginas abiertas en estos nuestros
lugares encontradas.
Veintitrés platos de sopa, relato del libro Carbayón en rojo
© Luis E. García-Riestra
© Fotografía de Arturo Joaquín
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